El lobezno
no entendía en absoluto qué estaba pasando. Él había ido a explorar la cuesta que
había sobre la Guarida cuando había llegado rugiendo el Agua Rápida, y ahora su
madre, su padre y sus hermanos de camada estaban tendidos en el barro, ¡y no le hacían caso!
Mucho antes
de que llegara la Luz había estado empujándolos con el hocico y mordiéndoles la
cola, pero seguían sin moverse. No hacían ruido y olían raro: olían a presa. Pero
no era el olor a la presa que huye, sino a la del No Aliento, la presa que se
come.
El
lobezno tenía frío y estaba mojado y muy hambriento. Había lamido muchas veces
el hocico de su madre para pedirle que, por favor, vomitara un poco de comida
para él, pero ella no se había movido. ¿Qué habría hecho mal esta vez? Sabía
que era el lobezno más travieso de la camada. Siempre lo estaban regañando,
pero no podía evitarlo. Sencillamente, le encantaba probar cosas nuevas. Así
que le parecía un poquito injusto que ahora, que se había quedado en la Guarida
como un buen lobezno, nadie se diera cuenta.
Se
acercó sin hacer ruido al borde del charco donde estaban tumbados sus hermanos
y lamió un poco del agua que quedaba. Tenía mal sabor. Comió un poco de hierba
y un par de arañas.
Se
preguntó qué iba a hacer. Empezó a sentirse asustado. Echó la cabeza hacia
atrás y aulló. Al hacerlo se animó un poco porque le recordó los buenos
aullidos que había compartido con la manada. Pero a medio aullido se interrumpió.
Olía a
lobo. Se dio la vuelta, tambaleándose un poco a causa del hambre, giró las orejas
y olisqueó. Sí. Lobo. Lo oyó descender ruidosamente la pendiente del otro lado
del Agua Rápida, y olió que era macho, crecido a medias, que no era de la
manada.
Pero
había algo extraño en él: olía a lobo, pero también a no lobo. Olía a reno, a
ciervo y a castor, a sangre fresca… y a algo más: un olor nuevo que no conocía
aún. Le pareció muy raro.
A menos
que… a menos que… significara que el lobo no lobo fuera en realidad un lobo que
había comido muchas presas distintas ¡y viniera ahora a traerle un poco de
comida!
Temblando de entusiasmo, el lobezno meneó la
cola y soltó unos ruidosos gañidos a modo de bienvenida. Por un momento el
extraño lobo se detuvo. Luego empezó a avanzar otra vez. El lobezno no lo veía
con mucha claridad porque no tenía los ojos tan agudos como la nariz o las orejas,
pero cuando lo vio chapotear para cruzar
el Agua Rápida se dio cuenta de que, desde luego, aquél era un lobo muy raro.
Caminaba
sobre las patas de atrás, y el pelaje de la cabeza era negro y tan largo que le
llegaba a los hombros, aunque lo más raro de todo era que ¡No tenía cola!
Y aun
así sonaba a lobo, pues emitía un sonido bajo entre el gañido y el aullido que
parecía que dijera:
«Todo
va bien, soy un amigo.»
Eso resultaba
tranquilizador, aunque daba la impresión de que todo el rato se saltaba los
gañidos más agudos. Pero algo andaba mal. A pesar del tono amistoso captaba una
nota tensa. Y aunque aquel lobo raro sonreía, el lobezno no sabía decir si era
una sonrisa sincera.
La
bienvenida del lobezno cambió y se convirtió en un lloriqueo.
-«¿Me
estás cazando? ¿Por qué?»-
-«No,
no»-, le llegó aquel sonido entre gañido y aullido amistoso pero no amistoso. Entonces
el lobo raro dejó de gañir y aullar y avanzó en medio de un silencio aterrador.
Sin
fuerzas para correr, el lobezno retrocedió. El lobo raro se abalanzó, cogió al
lobezno por el pescuezo y lo levantó en alto. Débilmente, el lobezno meneó la
cola para rechazar un ataque. El lobo raro levantó la otra pata delantera y
oprimió con una garra gigantesca la barriga del lobezno. Éste soltó un gañido
y, con una mueca de terror, metió la cola entre las patas.
Pero el
lobo raro también estaba asustado. Le temblaban las patas delanteras y tragaba
saliva y enseñaba los dientes. El lobezno captó soledad, incertidumbre y dolor.
De pronto el lobo raro tragó Saliva
otra vez y apartó de un tirón su enorme garra del vientre del lobezno. Entonces
se sentó pesadamente en el barro y estrechó al cachorro contra el pecho. El
terror del lobezno se desvaneció, pues a través del extraño pellejo sin pelo
que olía más a no lobo que a lobo, oyó un consolador golpeteo, como el sonido
que percibía cuando se le subía encima a su padre para dormir un poco. El
lobezno se escabulló del abrazo del lobo raro, le apoyó las patas delanteras en
el pecho y se sostuvo sobre las de atrás. Entonces empezó a lamerle el hocico.
Molesto,
el lobo raro lo apartó de un empujón. Sin dejarse intimidar, se incorporó para
sentarse y alzar la mirada hacia el lobo raro. ¡Vaya cara tan extraña, tan
plana y sin pelo tenía! Los labios no eran negros, como los de un auténtico lobo,
sino pálidos; y las orejas también eran pálidas, ¡Y no se movían! Pero los ojos
eran de un gris plateado y estaban llenos de luz: eran los ojos de un lobo.
El
lobezno se encontraba mejor de lo que se había sentido desde que había llegado
el Agua Rápida. Había hallado a un hermano de carnada.
-------------
Torak
estaba furioso consigo mismo. ¿Por qué no había matado al lobezno? ¿Qué iba a
comer ahora? El cachorro le dio un golpe con el hocico en las costillas
magulladas que lo hizo gemir.
— ¡Vete!
— exclamó apartándolo de una patada — . ¡No te quiero conmigo! ¿Me entiendes?
¡No me sirves para nada! ¡Vete ya!
Ni
siquiera intentó decírselo en la lengua de los lobos porque se había dado
cuenta de que no la hablaba muy bien. Tan sólo conocía los gestos más simples y
cómo se formaban algunos sonidos. Pero el lobezno lo comprendió. De modo que se
alejó trotando unos cuantos pasos, y después se sentó y lo miró esperanzado
mientras barría el suelo con la cola.
Torak
se puso en pie… y se mareó. Tenía que comer algo cuanto antes. Paseó la vista
por
la ribera del río en busca de comida, pero sólo vio a los lobos muertos, y
olían demasiado mal para pensar en comérselos. Torak se dejó llevar por la
desesperación. El sol estaba descendiendo en el cielo. ¿Qué debía hacer?
¿Acampar ahí? Pero, ¿qué había pasado con el oso? ¿Habría acabado con Pa e iría
tras él? Algo se le retorció dolorosamente en el pecho.
«No
pienses en Pa. Piensa en qué vas a hacer. Si el oso te hubiese seguido, ya te
habría alcanzado. Así que a lo mejor estás a salvo aquí, al menos por esta
noche.»
Los
cuerpos de los lobos eran demasiado pesados para arrastrarlos, de manera que
decidió acampar un poco más río arriba. Antes, sin embargo, utilizaría uno de
los cuerpos muertos como carnaza para una trampa, con la esperanza de atrapar
durante la noche algo que comer.
Le
costó mucho esfuerzo montar la trampa: apoyó una roca plana contra un palo, y
luego apuntaló éste con otro palo cruzado que actuaría de desencadenante. Si
tenía suerte, podía aparecer un zorro durante la noche que hiciera caer la
piedra. No supondría una delicia, pero sería mejor que nada. Acababa de
terminar cuando el lobezno se acercó trotando y olfateó la trampa con gesto
inquisitivo. Torak lo agarró del hocico y se lo aplastó contra el suelo.
— No —
dijo con firmeza— .No te acerques
El
lobezno se retorció para liberarse y retrocedió con aire ofendido.
«Más
vale ofendido que muerto», pensó Torak.
Sabía
que había sido injusto, porque debería haber gruñido primero para avisar al
cachorro que no se acercara, y sólo si no le hacía caso agarrarlo del hocico.
Pero estaba demasiado cansado para preocuparse por algo así. Además, ¿por qué
se había molestado siquiera en avisarle? ¿Qué más le daba si el lobezno se acercaba
vacilante durante la noche y acababa aplastado? ¿Qué le importaba si lo
entendía o no, o por qué? ¿De qué le serviría que lo hiciera?
Se
levantó, y casi se le doblaron las rodillas.
«Olvídate
del lobezno. Encuentra algo de comer.» Se obligó a trepar por la cuesta que
había tras la gran roca roja en busca de moras boreales. Cuando llegó arriba,
se acordó de que esas moras crecían e páramos y pantanos, pero no en bosques de
abedules, y que de todas formas ya no era temporada.
Torak
advirtió que en ciertos puntos el terreno estaba alfombrado de excrementos de
urogallo, de forma que dispuso algunos cepos hechos con hierbas retorcidas: dos
cerca del suelo, y dos más en las ramas bajas por las que a veces correteaban
esas aves, teniendo buen cuidado de ocultarlos con hojas para que no los vieran.
Entonces regresó al río. Sabía que estaba demasiado mareado para pescar un pez atravesándolo
con una lanza improvisada, así que dispuso una hilera de anzuelos que
consistían en espinas de zarza con caracoles de agua como cebo. A continuación echó
a andar río arriba en busca de bayas y raíces. Durante un rato el lobezno lo siguió;
luego se sentó y empezó a maullar pidiéndole que volviera. No quería dejar a su
manada.
«Estupendo
— se dijo Torak — . Quédate ahí. No quiero que me molestes.»
Mientras buscaba,
el sol descendió aún más y el aire se volvió cortante. El jubón le refulgía con
el neblinoso aliento del Bosque. Pensó vagamente que debería estar
construyéndose un refugio en lugar de buscar comida, pero desechó la idea.
Al
final encontró un puñado de camarinas y las engulló, después unos pocos
arándanos rojos, un par de caracoles y unos cuantos hongos de la ciénaga, que
tenían algunos gusanos, pero no sabían del todo mal. Ya era casi oscuro cuando
tuvo un golpe de suerte y encontró una mata de castañuelas. Con un palo afilado
cavó cuidadosamente siguiendo los retorcidos tallos hasta la pequeña y nudosa
raíz. Masticó la primera; tenía un sabor dulce y a nuez, pero apenas daba para
un bocado. Tras mucho cavar de forma agotadora, consiguió desenterrar cuatro
más; se comió dos y se guardó las otras dos en el jubón para más tarde. Con un
poco de comida en su interior, volvió a recuperar algo de fuerza en los
miembros, pero continuaba teniendo la mente extrañamente confusa.
«¿Qué
hago ahora? — se preguntó— . ¿Por qué me resulta tan difícil pensar?»
El
refugio. Eso era. Luego un fuego. Luego dormir. El lobezno lo estaba esperando en
el claro. Temblando y dando gañidos de placer, se arrojó sobre él con una gran
sonrisa de lobo. No sólo arrugó el hocico y enseñó los dientes, sino que le
sonrió con todo el cuerpo: estiró las orejas hacia atrás y ladeó la cabeza,
meneó la cola y movió las patas delanteras, dio grandes saltos en el aire, haciendo
cabriolas.
Torak
se sintió mareado al observarlo, así que no le hizo caso. Además, tenía que
construir un refugio. Miró alrededor en busca de ramas secas, pero la riada se
lo había llevado casi todo. De modo que tendría que cortar algunos arbolillos,
si es que aún tenía fuerzas. Sacó el hacha del cinturón, se dirigió a un grupo
de abedules y apoyó una mano sobre el más pequeño. Musitó una rápida advertencia
al espíritu del árbol para que encontrara otro hogar enseguida, y empezó a
talar. El esfuerzo hizo que la cabeza le diera vueltas, al tiempo que el tajo en
el brazo le palpitaba ferozmente. Pero se esforzó en continuar talando.
Se
hallaba en una especie de oscuro e interminable túnel en que debía talar y
arrancar ramas y volver a talar aún más. Pero cuando los brazos se le habían
vuelto tan flojos como el agua y ya no pudo continuar, comprobó con alarma que
sólo había conseguido cortar dos enclenques abedules y un raquítico abeto rojo.
Tendría que apañarse con eso. Juntó los arbolillos y los amarró con una raíz de
abeto rojo para formar un burdo cobertizo bajo, lo cubrió por tres lados con
ramas de abeto y metió dentro unas cuantas para tenderse sobre ellas.
El
resultado fue bastante desastroso, pero le serviría. No tenía fuerzas para
impermeabilizarlo con limo y hojas, así que si llovía tendría que confiar en
que el saco para dormir lo mantendría seco, y rogar por que el espíritu del río no enviara otra
riada, puesto que había construido el refugio demasiado cerca del agua.
Mientras masticaba otra castañuela, paseó la
vista por el claro en busca de leña. Pero en cuanto se hubo tragado la castaña,
las tripas le dieron un vuelco y la vomitó. El lobezno soltó un gañido de alegría
y se zampó el vómito.
«¿Por
qué he hecho eso? — se preguntó Torak— . ¿Habré comido un hongo malo?»
Pero no
le pareció que se tratara de un hongo malo. Debía de ser otra cosa. Estaba
sudando y temblando y, aunque no le quedaba nada que vomitar en la tripa, aún
se sentía mareado. Una horrible sospecha se apoderó de él. Se quitó el vendaje del
antebrazo, y el miedo lo invadió como una niebla helada.
La
herida estaba hinchada y de un rojo furioso, y olía mal. Torak notaba el calor
que emanaba de ella. Al tocarla, el dolor fue como una llamarada. Del pecho del
muchacho brotó un sollozo. Estaba agotado, hambriento y asustado, y necesitaba desesperadamente
a Pa. Y ahora tenía un nuevo enemigo: la fiebre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario