Capítulo 4 – Hermano Lobo
Torak tenía que hacer un fuego. Era una carrera entre él y la
fiebre, y el premio era su propia vida. Hurgó en el cinturón en busca de la
bolsita de la yesca. Las manos le temblaban al sacar unas tirillas de corteza
de abedul, y todo el rato se le caía el pedernal y no conseguía un solo golpe
certero.
Gruñía de frustración
cuando finalmente consiguió que prendiera una chispa. Una vez que tuvo el fuego
encendido, continuaba temblando de forma incontrolada y apenas sentía el calor
de las llamas. Los ruidos retumbaban con una intensidad fuera de lo corriente:
el gorgoteo del río, el ulular de un búho y los famélicos gañidos del
exasperante lobezno. ¿Por qué el animal no lo dejaba en paz?
Se acercó tambaleante al río para beber agua. Justo a tiempo,
recordó que Pa le había dicho que no se inclinara demasiado:
«Cuando estés enfermo,
nunca veas reflejada tu alma del nombre en el agua. Verla hará que te marees.
Podrías caerte y ahogarte.»
Con los ojos cerrados, bebió hasta hartarse, y luego trastabilló
devuelta al refugio. Necesitaba descansar, pero sabía que primero tenía que
ocuparse de su brazo, o no le quedaría ninguna oportunidad. Cogió un poco de
corteza de sauce seca de la bolsa de los remedios y la mordisqueó, pero sintió
náuseas por su sabor amargo arenoso.
Se embadurnó el antebrazo con la pasta obtenida y volvió a vendarlo
con la albura de abedul. El dolor fue tan intenso que casi se desmayó. Apenas
pudo quitarse las botas y reptar hasta meterse en el saco. El lobezno trató de
meterse también, pero Torak lo apartó de un empujón.
Con desánimo y castañeteándole los dientes, Torak observó que
el lobezno se acercaba al fuego y lo estudiaba con curiosidad. El animal extendió
entonces una larga pata gris y dio unos golpecitos con ella sobre las llamas,
pero retrocedió de un salto con un gañido de indignación.
— Lo tienes bien merecido— musitó Torak. El lobezno se
sacudió y desapareció en la penumbra. Torak se hizo un ovillo para acunarse el
brazo palpitante y pensar amargamente en el tremendo apuro en que se había metido.
Toda la vida había vivido en el Bosque con Pa; acampaban durante un par de
noches para después seguir caminando. Conocía las reglas:
«Nunca escatimes a la hora de construir un refugio. Nunca
emplees más esfuerzo del necesario en la búsqueda de comida. Nunca dejes para
muy tarde el momento de acampar.»
Se llevó la mano sana a los tatuajes del clan para acariciar
el par de finas líneas punteadas que le dibujaban cada pómulo. Cuando él tenía
siete años, Pa se los había hecho frotándole jugo de gayuba en la piel
perforada.
«No los mereces — se dijo Torak—. Si mueres, será culpa tuya.»
Una vez más sintió que el pecho se le encogía de dolor. Jamás
en su vida había dormido solo. Nunca sin Pa. Por primera vez la mano de su
padre, áspera pero delicada, no le daba las buenas noches. Ni captaba el
familiar olor a ante y sudor. Empezó a notar escozor en los ojos. Los cerró con
esfuerzo y se sumió en un sueño diabólico.
Camina hundido hasta la rodilla en el musgo intentando
escapar del oso. Los gritos de su padre le resuenan en los oídos. El oso viene
por él. Trata de correr, pero sólo se hunde todavía más en el musgo. Éste lo
absorbe. Su padre grita. Los ojos del oso arden con el fuego letal del Otro
Mundo, el fuego demoníaco. El animal se yergue sobre las patas de atrás: una imponente
amenaza, inconcebiblemente enorme. Las grandes mandíbulas se abren de par en
par cuando ruge su odio hacia la luna…
Torak despertó con un alarido. Los últimos rugidos del oso resonaban
aún a través del Bosque.
No eran un sueño. Eran reales.
Torak contuvo el aliento. Vio la luz azul de la luna a través
de las rendijas del refugio y observó que el fuego casi se había extinguido. El
muchacho sintió los latidos de su propio corazón. Una vez más, el Bosque se estremeció.
Los árboles se quedaron inmóviles para escuchar. Pero en esa ocasión Torak se
dio cuenta de que los rugidos venían de lejos, de muchos días andando hacia el
oeste.
Exhaló el aire muy despacio. A la entrada del refugio, el lobezno
estaba sentado contemplándolo. Los ojos rasgados del cachorro eran de un
extraño tono dorado oscuro.
«Ámbar», se dijo Torak al acordarse del pequeño amuleto que
Pa había llevado en una tira de piel en torno al cuello. Esa coincidencia se le
antojó extrañamente tranquilizadora. Al menos no estaba solo. A medida que los
latidos de su corazón volvían a la normalidad, el dolor producido por la fiebre
lo invadía de nuevo; la piel le ardía y sentía el cráneo a punto de estallar. Luchó
por sacar más corteza de sauce de la bolsa de los remedios, pero la dejó caer y
no consiguió encontrarla en la penumbra. Cogió con esfuerzo otra rama para
echarla al fuego y volvió a tenderse jadeando. No podía quitarse aquellos rugidos
de la cabeza.
Pero ¿dónde estaba ahora el oso? El claro de los caballos
muertos se hallaba más al norte del río donde el animal había atacado a Pa,
pero el oso parecía estar ahora hacia el oeste.
¿Continuaría dirigiéndose hacia ese punto? ¿O habría captado
el olor de Torak y habría regresado? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que llegara a
donde estaba y lo encontraría indefenso y enfermo? Una voz tranquila y firme
pareció susurrarle en la mente, casi como si Pa estuviese con él:
«Si el oso vuelve, el lobezno te avisará. Recuerda, Torak: el
olfato de un lobo es tan agudo que puede oler el aliento de un pez, y su oído
es tan fino que puede oír pasar una nube.»
«Sí — se dijo Torak—, el lobezno me avisará. Algo es algo. Quiero
morir con los ojos abiertos, enfrentándome al oso como un hombre. Como Pa.»
En algún lugar en la
lejanía, ladró un perro. No era un lobo, sino un perro. Torak frunció el
entrecejo. Los perros significaban gente, pero no había gente en esa parte del
Bosque. ¿O sí la había? Se hundió de nuevo en la oscuridad. De vuelta a las
garras del oso.
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