Torak corría a trompicones entre las ramas de
los alisos y sehundía
hasta la rodilla en lostremedales. Los abedules susurrabaa su paso, y él les
rogó en silencioque no delataran su presencia al oso.
Le ardía la
herida del brazo,con cada aliento las costillas magulladas le provocaban un
dolor terrible, pero no se atrevía a parar.
El Bosque
estaba lleno de ojos.
Se imaginó
al oso yendo en su busca, continuó corriendo.
Asustó a un
jabalí joven que escarbaba en busca de castañuelas y murmuró entre dientes una
rápida disculpa para prevenir un ataque. El jabalí soltó un bufido
malhumorado,lo dejó pasar y siguió buscando tubérculos.
Un glotón le
gruñó que no se acercara, y Torak le devolvió el gruñido con toda la ferocidad
que pudo, pues lo único que escuchan los glotones son las amenazas. El animal se
convenció de que aquélla iba en serio y desapareció hacia lo alto de un árbol.
Por el este,
el cielo tenía un tono gris lobuno. En ese momento bramó un trueno. Bajo la luz
de la tormenta, los árboles lucían un verde resplandeciente.
«Lluvia en
las montañas pensó Torak, medio atontado— .¡Cuidado con las riadas!»
Se esforzó por
pensar en esa posibilidad y apartar de sí el terror, pero no dio resultado, y
siguió corriendo.
Al final
tuvo que detenerse para recobrar el aliento, y se dejó caer contra el tronco de
un roble. Cuando levantó la cabeza para observar las hojas verdes que se
agitaban, el árbol murmuró secretos para sí e ignoró la presencia de Torak.
Por primera vez en la vida estaba
completamente solo y ya no se sentía parte del Bosque. Era como si su alma del
mundo hubiese roto los lazos con todos los demás seres vivos: árbol y pájaro,
cazador y presa, río y roca.
Nada en el mundo sabía cómo se sentía Torak.
Nada quería saberlo.
El dolor en
el brazo lo arrancó de sus pensamientos. De la bolsa de los remedios curativos
sacó la última tira de albura que le quedaba y se vendó toscamente la herida
con ella. Luego se apartó del árbol y miró alrededor. Torak había crecido en
esa parte del Bosque.
Cada ladera,
cada claro le resultaba familiar, en el valle hacia el oeste se hallaba el Río Rojo,
poco profundo para las canoas, pero lleno de buena pesca en primavera, cuando
el salmón remontaba el río desde el mar hacia el este, hasta llegar al límite
del Bosque Profundo
Se extendían los amplios bosques soleados
donde las presas engordaban durante el otoño, había gran cantidad de bayas y frutos
secos.
Hacia el sur
se hallaban los páramos donde los renos comían musgo en invierno. Pa decía que
lo mejor de esa parte del Bosque era que apenas había gente. Muy de vez en
cuando un grupo del Clan del Sauce llegaba del oeste por el mar, o el Clan de la
Víbora desde el sur, pero nunca se quedaban mucho tiempo. Tan sólo pasaban de
camino a otro sitio cazaban libremente, como hacía todo el mundo en el Bosque,
sin percatarse de que Torak y Pa cazaban allí también.
Torak nunca
se había cuestionado esa situación. Siempre había vivido así: a solas con Pa, apartado
de los clanes. Ahora, sin embargo, ansiaba ver gente. Quiso gritar pidiendo
ayuda.
Pero Pa le había advertido que permaneciera
alejado de la gente. Además, si gritaba podía atraer al oso.
El oso…
Sintió que
el pánico le oprimía la garganta. Tragó saliva para controlarlo. Inspiró
profundamente y echó a correr de nuevo, a un ritmo más constante en esta
ocasión, y se dirigió hacia el norte. Mientras corría, iba detectando indicios de
presas: huellas de alce, excrementos de uro, el sonido de un caballo del bosque
moviéndose entre los helechos…
El oso no
los había asustado. Al menos aún no.
Así pues, ¿se habría equivocado su padre? ¿Le
habría fallado la cabeza al final?
— ¡Tu padre
está loco! —
habían dicho
los niños burlándose de Torak cinco años antes, cuando él y Pa habían viajado
hasta la costa para la reunión anual del clan. Era la primera vez que Torak
asistía a una reunión del clan, y había sido un desastre. Pa no lo había
llevado nunca más.
— Dicen que
se tragó el aliento de un fantasma —
habían dicho con desprecio los niños— . Por
eso abandonó su clan y vive solo. Torak, a sus siete años, se había puesto
furioso. Se habría enfrentado a todos ellos de no haber aparecido su padre para
sacarlo de allí.
— Torak, no
les hagas caso —había dicho Pa riendo— . No saben lo que dicen.
Había tenido
razón, por supuesto. Pero ¿tenía razón en lo del oso? Camino adelante, los
árboles daban paso a un claro. Torak salió a tropezones al sol… y sintió el
golpe de un espantoso olor a podrido. Dio un traspié y se detuvo. Los caballos
de bosque yacían donde el oso los había arrojado como si fueran juguetes rotos.
Ningún carroñero
se había atrevido a alimentarse de ellos, y ni siquiera las moscas los tocaban.
No se parecían a ninguna víctima de oso que Torak hubiese visto hasta entonces.
Cuando un oso normal se alimenta, arranca la piel a su presa y le devora las
tripas y los cuartos traseros, y se lleva el resto para comérselo más tarde.
Como cualquier cazador, no desperdiciaba nada. Pero ese oso no había arrancado
más que un único bocado de cada animal muerto. No había matado por hambre.
Había matado para divertirse. A los pies de Torak yacía un potrillo muerto,
todavía con una costra de arcilla del río en los pequeños cascos, de la última
vez que había ido a beber. Torak sintió náuseas.
¿Qué clase
de criatura mata a una manada entera?
¿Qué clase
de criatura mata por placer?
Se acordó de
los ojos del oso, vislumbrados durante un atroz instante. Jamás había visto
unos ojos así: en ellos no había más que rabia, odio hacia todo ser viviente.
El caos ardiente y turbulento del Otro Mundo.
¡Pues claro
que su padre tenía razón!
Ese animal
no era un oso. Era un demonio. Y mataría y mataría hasta que el Bosque
estuviera totalmente muerto.
«Nadie puede
luchar contra este oso», había dicho su padre.
¿Significaba
eso que el Bosque estaba condenado?
¿Y por qué
él, Torak, tenía que encontrar la Montaña del Espíritu del Mundo, la Montaña
que nadie había visto jamás?
La voz de su
padre le resonó en la mente:
«Tu guía te
encontrará.»
¿Cómo?
¿Cuándo?
Torak salió
del claro para volver a hundirse en las sombras bajo los árboles, y echó a
correr de nuevo. Corrió durante una eternidad. Corrió hasta que ya no sintió
las piernas.
Pero al
final llegó a una larga pendiente boscosa y tuvo que detenerse, doblado en dos respirando
agitadamente.
De pronto
sintió un hambre voraz. Hurgó en la bolsa de comida y soltó un bufido de
indignación. Estaba vacía. Demasiado tarde, recordó los pulcros atados de carne
de ciervo seca, olvidados en el refugio
.¡Qué tonto
eres, Torak! ¡Mira que echarlo todo a perder en tu primer día solo!
Solo.
No era
posible. ¿Cómo podía haberse ido Pa, y para siempre? Gradualmente captó un
sonido, como un maullido débil, procedente del otro lado de la colina. El
sonido se repitió. Algún animal joven que llamaba a su madre. A Torak le dio un
vuelco el corazón. ¡Oh, gracias al Espíritu! Una presa fácil. El vientre se le
puso tenso al pensar en carne fresca. No le importaba lo que fuera, pues tenía tanta
hambre que se comería un murciélago.
Torak se
echó al suelo y reptó a través de los abedules hasta lo alto de la colina. Miró
hacia abajo, hacia un angosto barranco a través del cual fluía una veloz corriente
de agua. La reconoció: era el Río Rápido. Más hacia el oeste, él y Pa solían
acampar en verano para recoger corteza de tilo con que hacer cuerdas, pero esa
parte no le resultaba familiar. Entonces comprendió por qué. Una riada
procedente de la ladera había dejado un caos de maleza y arbolillos arrancados.
También había destrozado una guarida de lobos
al otro lado del barranco. Allí, bajo una gran roca, roja y lisa con forma de
uro dormido, yacían dos lobos ahogados que semejaban dos pieles empapadas, mientras
que tres lobeznos muertos flotaban en un charco. El cuarto estaba sentado junto
a ellos, temblando. El lobezno parecía tener unos tres meses. Estaba flaco y
mojado, y se quejaba suavemente con un lloriqueo continuo y apenas audible.
Torak
parpadeó.
Sin previo aviso,
el sonido le había hecho aparecer en la mente una visión asombrosa:
Pelaje
negro; una cálida penumbra; leche rica; la madre que lo lamía para limpiarlo; arañazos
de minúsculas garras y leves empujones de unos hocicos, pequeños y fríos, de
suaves y esponjosos cachorros que se le pasaban por encima a él, el lobezno más
reciente de la camada.
La visión
fue tan vivida como un relámpago. ¿Qué significaba? Apretó fuertemente con una mano
el mango del cuchillo de su padre.
«No importa
qué significase— dijo— . Las visiones no van a mantenerte con vida. Si no te
comes a ese lobezno, estarás demasiado débil para cazar. Y te está permitido
matar a la criatura de tu clan para no morirte de hambre. Ya lo sabes.»
El lobezno
levantó la cabeza profirió un aullido de desconcierto. Torak lo escuchó… y
entendió su significado. De algún extraño modo, que le pareció indescifrable,
reconoció los agudos y temblorosos sonidos porque la mente de Torak conocía sus
formas. Las recordaba.
«No puede
ser», se dijo.
Escuchó los
aullidos del lobezno y sintió que le penetraban en la mente.
«¿Por qué no
jugáis conmigo? — preguntaba el lobezno a su camada muerta— . ¿Qué os he hecho?»
Lo repetía una y otra vez.
Mientras
Torak escuchaba, algo despertó en él. Se le tensaron los músculos del cuello, y
en lo más hondo de la garganta notó que empezaba a formarse una respuesta.
Pero luchó
contra el urgente deseo de echar la cabeza hacia atrás y aullar. ¿Qué estaba
ocurriendo?
Ya no se sentía Torak. No se sentía un chico,
ni hijo, ni miembro del Clan del Lobo; o al menos no se sentía sólo esas cosas.
Una parte de él era lobo.
Se levantó
una brisa que le heló la piel.En el mismo momento, el lobezno dejó de aullar y
se dio la vuelta para mirar en dirección a él. Tenía la mirada extraviada, pero
había levantado las largas orejas y olisqueaba el aire.
Lo había
olido.
Torak miró
al pequeño y ansioso animal y se mostró inflexible.
Sacó el
cuchillo del cinturón y empezó a descender la ladera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario