viernes, 5 de junio de 2015

Capitulo 2 - Hermano Lobo

Capitulo 2. Cronicas de la Prhistoria- Hermano Lobo

Torak corría a trompicones entre las ramas de los alisos y sehundía hasta la rodilla en lostremedales. Los abedules susurrabaa su paso, y él les rogó en silencioque no delataran su presencia al oso.
Le ardía la herida del brazo,con cada aliento las costillas magulladas le provocaban un dolor terrible, pero no se atrevía a parar.

El Bosque estaba lleno de ojos.
Se imaginó al oso yendo en su busca, continuó corriendo.

Asustó a un jabalí joven que escarbaba en busca de castañuelas y murmuró entre dientes una rápida disculpa para prevenir un ataque. El jabalí soltó un bufido malhumorado,lo dejó pasar y siguió buscando tubérculos.
Un glotón le gruñó que no se acercara, y Torak le devolvió el gruñido con toda la ferocidad que pudo, pues lo único que escuchan los glotones son las amenazas. El animal se convenció de que aquélla iba en serio y desapareció hacia lo alto de un árbol.
Por el este, el cielo tenía un tono gris lobuno. En ese momento bramó un trueno. Bajo la luz de la tormenta, los árboles lucían un verde resplandeciente.

«Lluvia en las montañas pensó Torak, medio atontado— .¡Cuidado con las riadas!»

Se esforzó por pensar en esa posibilidad y apartar de sí el terror, pero no dio resultado, y siguió corriendo.
Al final tuvo que detenerse para recobrar el aliento, y se dejó caer contra el tronco de un roble. Cuando levantó la cabeza para observar las hojas verdes que se agitaban, el árbol murmuró secretos para sí e ignoró la presencia de Torak.
 Por primera vez en la vida estaba completamente solo y ya no se sentía parte del Bosque. Era como si su alma del mundo hubiese roto los lazos con todos los demás seres vivos: árbol y pájaro, cazador y presa, río y roca.
 Nada en el mundo sabía cómo se sentía Torak. Nada quería saberlo.

El dolor en el brazo lo arrancó de sus pensamientos. De la bolsa de los remedios curativos sacó la última tira de albura que le quedaba y se vendó toscamente la herida con ella. Luego se apartó del árbol y miró alrededor. Torak había crecido en esa parte del Bosque.
Cada ladera, cada claro le resultaba familiar, en el valle hacia el oeste se hallaba el Río Rojo, poco profundo para las canoas, pero lleno de buena pesca en primavera, cuando el salmón remontaba el río desde el mar hacia el este, hasta llegar al límite del Bosque Profundo
 Se extendían los amplios bosques soleados donde las presas engordaban durante el otoño, había gran cantidad de bayas y frutos secos.
Hacia el sur se hallaban los páramos donde los renos comían musgo en invierno. Pa decía que lo mejor de esa parte del Bosque era que apenas había gente. Muy de vez en cuando un grupo del Clan del Sauce llegaba del oeste por el mar, o el Clan de la Víbora desde el sur, pero nunca se quedaban mucho tiempo. Tan sólo pasaban de camino a otro sitio cazaban libremente, como hacía todo el mundo en el Bosque, sin percatarse de que Torak y Pa cazaban allí también.
Torak nunca se había cuestionado esa situación. Siempre había vivido así: a solas con Pa, apartado de los clanes. Ahora, sin embargo, ansiaba ver gente. Quiso gritar pidiendo ayuda.
 Pero Pa le había advertido que permaneciera alejado de la gente. Además, si gritaba podía atraer al oso.
El oso…
Sintió que el pánico le oprimía la garganta. Tragó saliva para controlarlo. Inspiró profundamente y echó a correr de nuevo, a un ritmo más constante en esta ocasión, y se dirigió hacia el norte. Mientras corría, iba detectando indicios de presas: huellas de alce, excrementos de uro, el sonido de un caballo del bosque moviéndose entre los helechos…
El oso no los había asustado. Al menos aún no.

 Así pues, ¿se habría equivocado su padre? ¿Le habría fallado la cabeza al final?

— ¡Tu padre está loco! —

habían dicho los niños burlándose de Torak cinco años antes, cuando él y Pa habían viajado hasta la costa para la reunión anual del clan. Era la primera vez que Torak asistía a una reunión del clan, y había sido un desastre. Pa no lo había llevado nunca más.

— Dicen que se tragó el aliento de un fantasma —

 habían dicho con desprecio los niños— . Por eso abandonó su clan y vive solo. Torak, a sus siete años, se había puesto furioso. Se habría enfrentado a todos ellos de no haber aparecido su padre para sacarlo de allí.

— Torak, no les hagas caso —había dicho Pa riendo— . No saben lo que dicen.

Había tenido razón, por supuesto. Pero ¿tenía razón en lo del oso? Camino adelante, los árboles daban paso a un claro. Torak salió a tropezones al sol… y sintió el golpe de un espantoso olor a podrido. Dio un traspié y se detuvo. Los caballos de bosque yacían donde el oso los había arrojado como si fueran juguetes rotos.

Ningún carroñero se había atrevido a alimentarse de ellos, y ni siquiera las moscas los tocaban. No se parecían a ninguna víctima de oso que Torak hubiese visto hasta entonces. Cuando un oso normal se alimenta, arranca la piel a su presa y le devora las tripas y los cuartos traseros, y se lleva el resto para comérselo más tarde. Como cualquier cazador, no desperdiciaba nada. Pero ese oso no había arrancado más que un único bocado de cada animal muerto. No había matado por hambre. Había matado para divertirse. A los pies de Torak yacía un potrillo muerto, todavía con una costra de arcilla del río en los pequeños cascos, de la última vez que había ido a beber. Torak sintió náuseas.

¿Qué clase de criatura mata a una manada entera?
¿Qué clase de criatura mata por placer?

Se acordó de los ojos del oso, vislumbrados durante un atroz instante. Jamás había visto unos ojos así: en ellos no había más que rabia, odio hacia todo ser viviente. El caos ardiente y turbulento del Otro Mundo.
¡Pues claro que su padre tenía razón!
Ese animal no era un oso. Era un demonio. Y mataría y mataría hasta que el Bosque estuviera totalmente muerto.

«Nadie puede luchar contra este oso», había dicho su padre.

¿Significaba eso que el Bosque estaba condenado?
¿Y por qué él, Torak, tenía que encontrar la Montaña del Espíritu del Mundo, la Montaña que nadie había visto jamás?
La voz de su padre le resonó en la mente: 

«Tu guía te encontrará.»

¿Cómo? ¿Cuándo?
Torak salió del claro para volver a hundirse en las sombras bajo los árboles, y echó a correr de nuevo. Corrió durante una eternidad. Corrió hasta que ya no sintió las piernas.
Pero al final llegó a una larga pendiente boscosa y tuvo que detenerse, doblado en dos respirando agitadamente.
De pronto sintió un hambre voraz. Hurgó en la bolsa de comida y soltó un bufido de indignación. Estaba vacía. Demasiado tarde, recordó los pulcros atados de carne de ciervo seca, olvidados en el refugio
.¡Qué tonto eres, Torak! ¡Mira que echarlo todo a perder en tu primer día solo!

Solo.

No era posible. ¿Cómo podía haberse ido Pa, y para siempre? Gradualmente captó un sonido, como un maullido débil, procedente del otro lado de la colina. El sonido se repitió. Algún animal joven que llamaba a su madre. A Torak le dio un vuelco el corazón. ¡Oh, gracias al Espíritu! Una presa fácil. El vientre se le puso tenso al pensar en carne fresca. No le importaba lo que fuera, pues tenía tanta hambre que se comería un murciélago.

Torak se echó al suelo y reptó a través de los abedules hasta lo alto de la colina. Miró hacia abajo, hacia un angosto barranco a través del cual fluía una veloz corriente de agua. La reconoció: era el Río Rápido. Más hacia el oeste, él y Pa solían acampar en verano para recoger corteza de tilo con que hacer cuerdas, pero esa parte no le resultaba familiar. Entonces comprendió por qué. Una riada procedente de la ladera había dejado un caos de maleza y arbolillos arrancados.

 También había destrozado una guarida de lobos al otro lado del barranco. Allí, bajo una gran roca, roja y lisa con forma de uro dormido, yacían dos lobos ahogados que semejaban dos pieles empapadas, mientras que tres lobeznos muertos flotaban en un charco. El cuarto estaba sentado junto a ellos, temblando. El lobezno parecía tener unos tres meses. Estaba flaco y mojado, y se quejaba suavemente con un lloriqueo continuo y apenas audible.

Torak parpadeó.

Sin previo aviso, el sonido le había hecho aparecer en la mente una visión asombrosa:  
Pelaje negro; una cálida penumbra; leche rica; la madre que lo lamía para limpiarlo; arañazos de minúsculas garras y leves empujones de unos hocicos, pequeños y fríos, de suaves y esponjosos cachorros que se le pasaban por encima a él, el lobezno más reciente de la camada.
La visión fue tan vivida como un relámpago. ¿Qué significaba? Apretó fuertemente con una mano el mango del cuchillo de su padre.

«No importa qué significase— dijo— . Las visiones no van a mantenerte con vida. Si no te comes a ese lobezno, estarás demasiado débil para cazar. Y te está permitido matar a la criatura de tu clan para no morirte de hambre. Ya lo sabes.»

El lobezno levantó la cabeza profirió un aullido de desconcierto. Torak lo escuchó… y entendió su significado. De algún extraño modo, que le pareció indescifrable, reconoció los agudos y temblorosos sonidos porque la mente de Torak conocía sus formas. Las recordaba.

«No puede ser», se dijo.

Escuchó los aullidos del lobezno y sintió que le penetraban en la mente.

«¿Por qué no jugáis conmigo? — preguntaba el lobezno a su camada muerta— . ¿Qué os he hecho?» Lo repetía una y otra vez.

Mientras Torak escuchaba, algo despertó en él. Se le tensaron los músculos del cuello, y en lo más hondo de la garganta notó que empezaba a formarse una respuesta.
Pero luchó contra el urgente deseo de echar la cabeza hacia atrás y aullar. ¿Qué estaba ocurriendo?
 Ya no se sentía Torak. No se sentía un chico, ni hijo, ni miembro del Clan del Lobo; o al menos no se sentía sólo esas cosas.
 Una parte de él era lobo.
Se levantó una brisa que le heló la piel.En el mismo momento, el lobezno dejó de aullar y se dio la vuelta para mirar en dirección a él. Tenía la mirada extraviada, pero había levantado las largas orejas y olisqueaba el aire.
Lo había olido.
Torak miró al pequeño y ansioso animal y se mostró inflexible.


Sacó el cuchillo del cinturón y empezó a descender la ladera.

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