viernes, 24 de julio de 2015

Capitulo 4- Hermano Lobo

Capítulo 4 – Hermano Lobo

Torak tenía que hacer un fuego. Era una carrera entre él y la fiebre, y el premio era su propia vida. Hurgó en el cinturón en busca de la bolsita de la yesca. Las manos le temblaban al sacar unas tirillas de corteza de abedul, y todo el rato se le caía el pedernal y no conseguía un solo golpe certero.

 Gruñía de frustración cuando finalmente consiguió que prendiera una chispa. Una vez que tuvo el fuego encendido, continuaba temblando de forma incontrolada y apenas sentía el calor de las llamas. Los ruidos retumbaban con una intensidad fuera de lo corriente: el gorgoteo del río, el ulular de un búho y los famélicos gañidos del exasperante lobezno. ¿Por qué el animal no lo dejaba en paz?
Se acercó tambaleante al río para beber agua. Justo a tiempo, recordó que Pa le había dicho que no se inclinara demasiado:

 «Cuando estés enfermo, nunca veas reflejada tu alma del nombre en el agua. Verla hará que te marees. Podrías caerte y ahogarte.»

Con los ojos cerrados, bebió hasta hartarse, y luego trastabilló devuelta al refugio. Necesitaba descansar, pero sabía que primero tenía que ocuparse de su brazo, o no le quedaría ninguna oportunidad. Cogió un poco de corteza de sauce seca de la bolsa de los remedios y la mordisqueó, pero sintió náuseas por su sabor amargo arenoso.

Se embadurnó el antebrazo con la pasta obtenida y volvió a vendarlo con la albura de abedul. El dolor fue tan intenso que casi se desmayó. Apenas pudo quitarse las botas y reptar hasta meterse en el saco. El lobezno trató de meterse también, pero Torak lo apartó de un empujón.
Con desánimo y castañeteándole los dientes, Torak observó que el lobezno se acercaba al fuego y lo estudiaba con curiosidad. El animal extendió entonces una larga pata gris y dio unos golpecitos con ella sobre las llamas, pero retrocedió de un salto con un gañido de indignación.

— Lo tienes bien merecido— musitó Torak. El lobezno se sacudió y desapareció en la penumbra. Torak se hizo un ovillo para acunarse el brazo palpitante y pensar amargamente en el tremendo apuro en que se había metido. Toda la vida había vivido en el Bosque con Pa; acampaban durante un par de noches para después seguir caminando. Conocía las reglas:

«Nunca escatimes a la hora de construir un refugio. Nunca emplees más esfuerzo del necesario en la búsqueda de comida. Nunca dejes para muy tarde el momento de acampar.»

Se llevó la mano sana a los tatuajes del clan para acariciar el par de finas líneas punteadas que le dibujaban cada pómulo. Cuando él tenía siete años, Pa se los había hecho frotándole jugo de gayuba en la piel perforada.

«No los mereces — se dijo Torak—. Si mueres, será culpa tuya.»

Una vez más sintió que el pecho se le encogía de dolor. Jamás en su vida había dormido solo. Nunca sin Pa. Por primera vez la mano de su padre, áspera pero delicada, no le daba las buenas noches. Ni captaba el familiar olor a ante y sudor. Empezó a notar escozor en los ojos. Los cerró con esfuerzo y se sumió en un sueño diabólico.

Camina hundido hasta la rodilla en el musgo intentando escapar del oso. Los gritos de su padre le resuenan en los oídos. El oso viene por él. Trata de correr, pero sólo se hunde todavía más en el musgo. Éste lo absorbe. Su padre grita. Los ojos del oso arden con el fuego letal del Otro Mundo, el fuego demoníaco. El animal se yergue sobre las patas de atrás: una imponente amenaza, inconcebiblemente enorme. Las grandes mandíbulas se abren de par en par cuando ruge su odio hacia la luna…

Torak despertó con un alarido. Los últimos rugidos del oso resonaban aún a través del Bosque.

No eran un sueño. Eran reales.

Torak contuvo el aliento. Vio la luz azul de la luna a través de las rendijas del refugio y observó que el fuego casi se había extinguido. El muchacho sintió los latidos de su propio corazón. Una vez más, el Bosque se estremeció. Los árboles se quedaron inmóviles para escuchar. Pero en esa ocasión Torak se dio cuenta de que los rugidos venían de lejos, de muchos días andando hacia el oeste.
Exhaló el aire muy despacio. A la entrada del refugio, el lobezno estaba sentado contemplándolo. Los ojos rasgados del cachorro eran de un extraño tono dorado oscuro.

«Ámbar», se dijo Torak al acordarse del pequeño amuleto que Pa había llevado en una tira de piel en torno al cuello. Esa coincidencia se le antojó extrañamente tranquilizadora. Al menos no estaba solo. A medida que los latidos de su corazón volvían a la normalidad, el dolor producido por la fiebre lo invadía de nuevo; la piel le ardía y sentía el cráneo a punto de estallar. Luchó por sacar más corteza de sauce de la bolsa de los remedios, pero la dejó caer y no consiguió encontrarla en la penumbra. Cogió con esfuerzo otra rama para echarla al fuego y volvió a tenderse jadeando. No podía quitarse aquellos rugidos de la cabeza.
Pero ¿dónde estaba ahora el oso? El claro de los caballos muertos se hallaba más al norte del río donde el animal había atacado a Pa, pero el oso parecía estar ahora hacia el oeste.

¿Continuaría dirigiéndose hacia ese punto? ¿O habría captado el olor de Torak y habría regresado? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que llegara a donde estaba y lo encontraría indefenso y enfermo? Una voz tranquila y firme pareció susurrarle en la mente, casi como si Pa estuviese con él:

«Si el oso vuelve, el lobezno te avisará. Recuerda, Torak: el olfato de un lobo es tan agudo que puede oler el aliento de un pez, y su oído es tan fino que puede oír pasar una nube.»

«Sí — se dijo Torak—, el lobezno me avisará. Algo es algo. Quiero morir con los ojos abiertos, enfrentándome al oso como un hombre. Como Pa.»

 En algún lugar en la lejanía, ladró un perro. No era un lobo, sino un perro. Torak frunció el entrecejo. Los perros significaban gente, pero no había gente en esa parte del Bosque. ¿O sí la había? Se hundió de nuevo en la oscuridad. De vuelta a las garras del oso.